Una historia banal

 Una historia banal


 Para Olguita

       


         Durante toda su vida de casada, doña Aída Ortega de Guzmán, quien era la esposa del ex alcalde de San Bernardo y a la vez mi madre, tuvo sólo una verdadera e íntima amiga. Se trataba nada más ni nada menos que de doña Nelly Bohórquez de Conde, esposa del, nada más ni nada menos, estanquero del pueblo, don Néstor Román Conde. Pero eso no era, desde luego, el secreto de su sólida amistad. Y ese vínculo, para ser sinceros, tampoco es el tema de esta narración. Lo que me propongo relatar es un suceso mucho más fútil, y le adelanto de una vez que lo que usted tiene ahora en sus manos no es otra cosa que una historia banal. Durante toda mi vida he asumido que todos y cada uno de nosotros somos dueños y portadores de algún recuerdo trivial, alguna historia banal. Esta es la mía.

         Sea como sea, dedicaré alguna atención, tal vez más de la necesaria para aburrirlo, a la razón y al secreto de ese ejemplo de lealtad, y poco a poco abordaré la banalidad que es el asunto principal de esta narración.

         La, por llamarla de alguna manera pomposa, ex-primera dama del pueblo y a la vez primera y única madre mía, y doña Nelly Bohórquez de Conde se conocieron siendo ambas ya casadas. Para ese entonces, la primera ya era madre de tres hijos, una niña y dos chicos, de los cuales yo era – con era sólo quiero decir que ya no soy un chico – el menor. Doña Nelly, en cambio, aunque deseaba tenerlos, era aún muy joven e inquieta, y sí, podría decirse con cierto riesgo e irreverencia que era además algo aventurera. De común acuerdo con su esposo, don Néstor Román, había decidido postergar sus anhelos  paternales para un futuro, cuando ya no vivieran en ese insignificante pueblo – en el que residieron y se sintieron felices durante muchos años, pero al que entre tanto detestaban - sino en la capital.

         Considerándolo bien, se trataba de dos mujeres bastante diferentes en prácticamente todos los sentidos, lo que a mi juicio concede un carácter muy especial al vínculo que las unía. Mi madre era de lo que solemos llamar de origen sencillo; tercera hija de una familia de panaderos que nunca fue muy afortunada en los negocios, pero que nunca perdió la dignidad y lograba sobrevivir con decoro. Y aunque a pesar de los escasos recursos recibió una buena y sólida educación de manos de las monjas Terciarias Capuchinas, gracias a lo cual ella se podía, y solía, ufanar de escribir sin cometer una sola falta de ortografía, así como de saberse comportar adecuadamente en cualquier círculo social, no era precisamente lo que solemos llamar una mujer culta. Además, precisamente por haber sido educada por monjas y vigilada celosamente por su padre y su hermana mayor – su madre ya no vivía – era una mujer bastante candorosa, sin experiencias que la ayudaran a bordear trampas y desentrañar los secretos y peligros de la vida. En realidad, estoy prácticamente convencido, y no sin razón, de que cuando se casó con mi padre, ella aún seguía siendo en muchos aspectos una niña; con afianzados conocimientos de gramática, contabilidad, taquigrafía, mecanografía, ortografía y no sé cuántas otras fías, es decir, cabalmente preparada para desempeñarse como secretaria en cualquier empresa. Pero que en materia de, por ejemplo, amor, sólo había conocido el filial y el fraternal, y el único sufrimiento que le había azotado el alma había sido el causado por la muerte de su madre.

         Por lo demás, la ex alcaldesa de San Bernardo y madre mía tropezó con la fortuna que, por generaciones, esquivó a su familia de panaderos, y conquistó el amor de don Luis David, un hombre que abandonó su carrera sacerdotal para ir en pos de ella; que a pesar de no ser tan acaudalado como los otros hacendados de la región, a quienes por lo demás lo unían sólidos lazos amistosos, había amasado una apreciable fortuna que le permitía no sólo progresar en sus negocios, sino también vivir con holgura y brindarle a su familia mucho más de lo que ésta necesitaba. Además, gracias a su cultura, su cortesía, su jovialidad y, no era para menos, su arrolladora elocuencia, se había ganado en pocos años el aprecio de los habitantes del pueblo y sus alrededores. En consecuencia, no le había costado gran esfuerzo hacerse merecedor del cargo de alcalde tras unas elecciones que no hubiera sido necesario celebrar, ya que sus contrincantes, dos jóvenes abogados, uno de ellos conservador como él, el otro liberal, obtuvieron bien contados un total de cuatro votos: sin duda el de ellos mismos y el de sus respectivas esposas. Tuvo también la oportunidad de repetir mandato, pero renunció a ello alegando que un segundo término sería para él, como sin duda lo había sido para todos sus antecesores, una tentación demasiado atractiva y tal vez irresistible para robar y enriquecerse ilícitamente. Ya he robado suficiente, contestó bromeando a un periodista que se empecinaba en desvelar las verdaderas razones que lo movían a despreciar una oportunidad por la que otros pagarían o matarían, y en ocasiones pagaban o mataban. Prefiero seguir expiando el precio de la honestidad, zanjó, porque ostentar poder y ejercerlo sin corromperse es lo mismo que no ostentarlo. Y asumió de nuevo la administración de su finca.

    Mi madre, la ex primera dama, una mujer extremadamente tímida ...

 

©2020 Gerardo Corredor
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