Sin tú, y otros amores de bolero

 Sin tú, y otros amores de bolero

Für Elfchen


"... daß das Leben schmecken soll wie deine Liebe,
genau so wie deine Liebe."


   Durante muchos años, los vecinos del barrio La Soledad se habían acostumbrado en tal grado a la paz que reinaba en su vecindario, que llegaron a considerarla prácticamente como un derecho anclado en alguna difusa ley natural. Hasta que, quince días antes de Semana Santa y una semana antes de las elecciones, ocurrió algo que los sacudió de su letargo. Ocurrió lo de don Esteban.

   Lo de don Esteban, lo que había conmocionado a los habitantes del barrio era ni más ni menos que por dos días consecutivos el viudo octogenario no había ido a la panadería por su pan, no había bebido su café con leche en la cafetería de la familia Rendón, ni había tomado sus dos copas de aguardiente en el bar de doña Teresa Barragán, como acostumbraba a hacerlo antes de regresar a casa, donde lo esperaban su diario, su almuerzo y su siesta, y nadie lo había visto pasear las dos tardes anteriores en el parque, donde su única compañía era un séquito de palomas que no se apartaba de su lado para picotear las migajas de pan que él dejaba caer, y que probablemente también lo extrañaron.

    La tarde de dos días atrás había sido la de un día que si bien probablemente fue corriente para todos, o al menos para muchos, no lo fue para él. Desde que despertó tuvo la extraña sensación, o la idea, o más bien el presentimiento, de que ese día podría ser el último de su vida, y se sintió triste. Cuando se preguntó cuál podría ser el origen de esa sensación, recordó que había soñado con un hombre, un militar a juzgar por su uniforme, que, atado a un poste en el patio de un cuartel militar, estaba a punto de ser fusilado. El ajusticiado lo miraba, pero don Esteban, que en el sueño era un niño, no notaba miedo en sus ojos ni en ninguna de sus facciones, ni siquiera en la palidez de su piel, y tampoco detectó en su mirada odio por quienes lo habían condenado a muerte ni por la docena de soldados que se disponía a ajusticiarlo, sino que por el contrario, percibió un matiz de profundo agradecimiento por quienes estaban a punto de desencadenarlo de su soledad, que era enorme, más que enorme, descomunal, porque era la soledad centenaria de su entera estirpe. En el sueño, el niño Esteban estaba presente, y simultáneamente no lo estaba, en el patio del cuartel donde tenía lugar la ejecución. Sin embargo, mientras la presenciaba se veía a sí mismo cogido de la mano de su padre, vestido éste, como de costumbre, y muy a pesar del calor, de paño negro, camisa blanca y corbata vino tinto, en el parque central del pueblo, quien le explicaba el objetivo, la utilidad y el funcionamiento del más reciente invento que esta vez los gitanos de la costa habían traído al pueblo.
   Pero Esteban niño no entendía nada de lo que su viejo decía, justamente porque lo que éste le describía era un armatoste semitransparente de forma cúbica y caras cubiertas por un sinnúmero de rayas; un armatoste que nadie antes había visto en el pueblo, y para el cual, desde luego, se necesitaban palabras también nuevas que él nunca antes había oído. No es una máquina cualquiera, es un invento que nos permite ver nítidamente y con propios ojos nuestro propio futuro, le explicó su padre, pero nunca el de los demás, ¡nunca!, enfatizó. Quien intente utilizarlo para indagar un futuro diferente al suyo propio, se condena al peor de los suplicios: la inmortalidad. Y el niño obedeció cuando el viejo lo obligó a mirar a través del armatoste, pero no vio lo que su padre le había prometido, sino que se encontró de nuevo con los ojos enrojecidos del ajusticiado, y oyó la detonación del salvo con el que el pelotón de fusilamiento lo despachaba de este mundo. Y muy a pesar del estruendo causado por los disparos, alcanzó a escuchar la masculina pero suave voz del hombre, quien mientras caía al suelo le alcanzó a decir: tu futuro será mejor, mucho mejor que el mío, no morirás como traidor sino como creador; te lo puedo decir sin temor a ser inmortal, porque tú aún no existes.

    Don Esteban halló en el sueño la explicación para el inusual presentimiento con que había despertado, y lo consideró sólo una broma insulsa pero cruel de su subconsciente y, tras haber logrado echarle la culpa a alguien o a algo, se tranquilizó. De ahí en adelante, su día fue prácticamente como todos los demás, es decir, hasta que se recostó a dormir su siesta.

    Siguiendo religiosamente el orden de todos los días, desayunó, ...

 

©2020 Gerardo Corredor
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