Marlén (o las conjugaciones del verbo Destino)

 Marlén
(o las conjugaciones del verbo Destino)


Para Marlén
'Alguien en este mundo aún piensa en ti.'
(Alguien)



        Marlén Benavídez llegó a nuestra casa un miércoles después de mediodía, y si mi madre se hubiera fijado en sus ojos se habría percatado de que venía sacándole el cuerpo a su destino. Pero desde luego que no lo hizo porque ella tenía otras preocupaciones, las mismas tribulaciones terrenales de todos los días de su vida de casada, aquellas que la agobiaban dieciséis horas al día desde que se levantaba hasta que, agotada mas no derrotada, posaba su cabeza sobre la almohada y en pocos segundos se dormía. Cuánto deseo hoy día que, por nuestra parte, nosotros, es decir mis hermanos y yo, hubiéramos sido menos torpes y hubiéramos sabido anticipar que, fuese como fuese, el destino la atraparía. Sí, cuánto lamento hoy día no haber podido predecir la emboscada que le tendería.
        Yo tampoco me fijé mucho en los ojos de Marlén, ni se me pasó por la mente que ella estuviera escabulléndosele al destino. Pero mi actitud era más que comprensible por al menos dos razones que ahora, décadas después, puedo aducir como excusa. En primer lugar, yo era una mocosa de tan sólo catorce años que cursaba el cuarto año de secundaria y estaba consagrada al perfeccionamiento del arte de la vida cursi, bajo la guía de las monjitas de la Presentación. Y en segundo lugar, a esa edad ni siquiera conocía el significado de la palabra destino, y mucho menos sabía que fuera un sinónimo de sino, o aún peor, de hado, que según los diccionarios – me enteré por fin años más tarde - es un encadenamiento fatal de sucesos. Sí, reconozco que no me fijé ni bien ni mal en la mirada de Marlén, pero no he olvidado lo que, a pesar de mi descuido, alcancé a percibir en sus ojos, y que en mi ingenuidad, o más bien ignorancia, confundí con un sentimiento que pudo haber sido fortalecido por el cansancio después de un largo viaje: miedo.

        Tendría unos diecisiete años, no era ni fea ni bonita, ni alta ni bajita, ni gorda ni flaca; tenía ojos claros y verdosos, una cara redonda y piel blanca; su figura era proporcionada y sólida; el cabello, liso como el de los indígenas pero de color castaño claro, apenas le cubría las orejas, y su tímida sonrisa desnudaba una perfecta dentadura. Y sí, sin duda tendría ya el alma aporreada, achicharrada y arañada por dentro y por fuera, y su mundo y su vida estarían empantanados y patas arriba. Eso ella tampoco lo sabía pero sin duda lo sentía.

        Entre tanto han pasado unas cuantas décadas, unas cinco al menos, y no creo que ni mis padres ni mis hermanos piensen mucho en ella, al fin y al cabo cinco decenios bastan para erosionar la memoria, mermar su precisión y desteñir los recuerdos, particularmente los menos placenteros. Sin embargo aún rememoro con sorprendente exactitud algunos hechos. Recuerdo sin hesitar por un instante que llegó un miércoles, porque era el día de la semana en que los trenes de la provincia llegaban a la Estación Central de Ferrocarril, edificio que ostentaba ese nombre a pesar de que era la única, cargados de muchachas provenientes de remotas localidades que viajaban en la confianza de hallar en la capital lo que no encontraban en sus pueblos, un trabajo, un futuro, el amor, o al menos, un amor. Recuerdo también la fecha exacta, fue el 3 de junio de 1962, porque ese día, ese mismo memorable día, Marcos Coll, un futbolista de mi país, marcó el único gol olímpico que se ha marcado en la historia durante un campeonato mundial de fútbol. Y si bien yo no conocía el significado, y probablemente ni siquiera la existencia, de la palabra destino, conocía el de gol olímpico, y comprendía perfectamente la inmensa alegría con la que mis compatriotas celebraban la hazaña, una auténtica proeza, no sólo por ser y seguir siendo hasta ahora un hecho inigualable e inigualado, sino porque quien defendía el arco de los contrarios, el guardametas batido, era nadie menos que el entonces considerado mejor portero del mundo, el ruso Lev Yashin, quien no por nada se había merecido el apodo de La araña negra.

        El sendero de la vida de Marlén nunca se hubiera cruzado con ....

 

©2020 Gerardo Corredor
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