Soldaditos de plomo
Soldaditos de plomo
él sabe por qué.
Ya antes de asistir
por primera vez a la escuela, pero después de haber leído la definición
de la palabra en la enciclopedia de su padre, Javier Rosales había
decidido que la mejor profesión para alguien como él era la de
ermitaño. Cuando expresó su deseo a sus padres, éstos lo sometieron
prácticamente a un interrogatorio para cerciorarse de que su hijo había
comprendido el significado de la palabra. Y efectivamente, Javier
repitió la definición con tan madura precisión que no tuvieron más
remedio que admitirlo. Y a pesar de que, para reforzar sus argumentos,
no sólo les explicó que la palabra tenía un sinónimo, sino que les
mencionó algunos de los más famosos eremitas, en su mayoría de la
antigüedad, época en que ese oficio era más frecuente, sus padres le
contestaron que podría llegar a serlo cuando fuera grande, pero que
también en los tiempos modernos un ermitaño, o eremita, debía aprender
a leer y a escribir. Y no tuvo más remedio que ir al colegio.
Por eso, tal vez por
eso, tan pronto estuvo entre sus nuevos condiscípulos se dio cuenta de
que era diferente, que no se parecía en nada a ninguno de ellos, y que
ninguno de ellos se asemejaba en nada a él. En cambio, todos ellos le
parecieron iguales entre sí. Era el miedo lo que le dictaba esos
pensamientos, que más que pensamientos eran la materialización del
temor que, no sólo la noche anterior sino también antes de salir de
casa con su hermano mayor y de la mano de su madre, se había prometido
no admitir. Se había propuesto además que si ese monstruo que ya
reconocía a leguas, que lo perseguía y acorralaba por doquier, se le
acercaba, lo ahuyentaría desde adentro creando una suerte de coraza con
los pulmones llenos de aire hasta casi reventar, y con los músculos del
vientre templados como los de los antebrazos – a esa edad aún no sabía
su correcto nombre, bíceps - de su padre. Pero aquella mañana fue más
listo que él, el maldito miedo, y lo debió estar asechando desde que
despertó, escudriñando su alma con sus ojos de halcón. Y su ataque le
debió haber llegado por la espalda, porque cuando creyó sentirlo cerca,
ya estaba bien dentro de él, anidado dentro de su coraza de aire y
fibras musculares.
Eran las siete de la
mañana de un dos de febrero, y en esa fecha y a esa hora él aún tenía
cinco años de edad, y su hermano casi año y medio más – trece meses y
dos días, para ser precisos. Para la inmensa mayoría de la humanidad,
al menos la de su ciudad, se trataba de un día como cualquier otro, un
dos de febrero, un día en que alguien, o muchos, nacería; otros, quizás
algo menos, morirían; alguien en cualquier país del mundo cumpliría
años y no lo celebraría por no hallar un motivo mejor, y todos, o casi
todos, los habitantes de su ciudad acudirían como siempre con educada
sumisión a su trabajo, cualquiera que fuese.
Para él, en cambio,
era un día diferente, un día particular. Iba por primera vez al colegio
en que empezaría a cursar la primaria. Era un plantel dirigido por
curas salesianos en el que, sin preguntarle si le parecía bien o mal,
sus padres lo habían matriculado. Y a él le parecía una cagada, como
todo lo que le inspiraba miedo, como todo lo nuevo. Y a esa edad, casi
todo es nuevo.
Hasta el año
anterior había asistido junto con su hermano a un pequeño kindergarten
privado que estaba literalmente a la vuelta de la esquina de su casa.
Era tan cercano que su madre sentía más que suficiente confianza y los
enviaba solos, en vez de acompañarlos, con la única recomendación a su
hermano, de que no lo soltara de la mano. Y ella podría estar segura de
que él obedecería porque era un chico dulce, el más dulce que ella
hasta ahora había conocido y a quien debía el día que hasta la última
hora de su vida recordaría como el más feliz de su vida. Antes de dar
la vuelta a la esquina, el niño dulce y Javier giraron sus cabezas para
enviarle un último beso, y ella, aún sin vestirse sino cubierta con su
bata, los despedía con otro y batiendo una mano desde la puerta de la
casa.
También en aquel diminuto kindergarten, dirigido por una doña Elvira, ...
©2020 Gerardo Corredor
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