La vida es una hamaca

 La vida es una hamaca



        Ni doña Isabelita de Garrido ni su cuñado Rafael podían saber, ni siquiera sospechar, que la de aquella tarde dominical sería la última despedida.
        - Entonces recuerda que te esperamos el domingo para que celebres tu cumpleaños con nosotros - invitó ella con manifiesta alegría en su voz.
        - Veré si puedo - repuso, aunque hubiera preferido rechazar la invitación, pues nunca comprendió el mérito que se atribuía al haber nacido por decisión de otros en una fecha y lugar puramente fortuitos.
        - Nada de veré, Rafiquito. Los niños también te esperan. Ya te tienen un regalo. Mira que reunieron todo su dinero y yo les completé lo que les faltaba para comprar lo que eligieron para ti.
        - ¿Qué me van a regalar? - indagó dirigiéndose a sus sobrinos.
        - ¡Es un secreto! - exclamaron ellos al unísono.
        - ¿Quienes vienen? - preguntó volviendo la mirada a su cuñada.
        - No, nadie, sólo nosotros, y tu primo Víctor con Norita. Los invitamos y prometieron que vendrían.

        Mientras sentía a lo largo de toda su estatura la mirada suplicante y a la vez dulce de sus sobrinos, se descolgó el bolso que se había terciado, lo puso en el suelo, observó con cariño a los cuatro niños y se sintió devorado por los ocho ojos. Luego, sin poderse contener, los levantó a todos uno por uno y les estampó un tierno beso en cada mejilla. Antes de terciarse nuevamente el bolso, ponerse su eterno sombrero de paja y levantar la maleta en la que llevaba ropa limpia para toda una semana, abrazó con delicadeza a su cuñada, rozó su mejilla con sus labios y le prometió que vendría.
        - Bueno, entonces sí vengo, llego el sábado en la tarde - prometió. - Recuerda que aunque quisiera, no puedo venir más temprano porque, como te dije, en la mañana bautizan al hijo de Fulgencio, el anterior capataz, y como no sólo estoy invitado, sino que me nombraron padrino del pelao, comprenderás que no puedo ausentarme. Bajo a caballo con todos al pueblo y después de la ceremonia hago acto de presencia el resto de la mañana y tan pronto pueda me escapo y cojo la primera flota que salga.
        - Sí, Rafiquito, claro que comprendo, sería un desplante. Pero tu cumpleaños también es importante; lo es para nosotros, pero también para ti porque a partir del domingo serás mayor de edad.
        - Veintiún años. ¡Qué barbaridad!, ¿verdad? Es increíble la rapidez y la facilidad con que uno envejece.
        - A tu edad uno todavía no envejece, sólo se hace mayor, se madura.
        - Puede ser muy cierto, Isabelita, pero también es verdad que sin darnos cuenta, los años nos pasan por encima, nos pisotean y terminan borrándonos de un golpe o en un soplo y, en definitiva, todo lo que queda es el olvido.
        - ¡Qué horrible! Aún no eres mayor de edad y ya hablas como un viejo. ¡Eso ni tu hermano!
        - ¿Entonces, no me olvidarán? - preguntó por preguntar, tal vez por timidez, al tiempo que posaba su mirada acompañada de una sonrisa, su gesto más bello, sobre las cuatro cabelleras negras como el plumaje de un cuervo de sus sobrinos, pero se arrepintió de sus últimas palabras cuando se volvió a encontrar con el rostro de su cuñada, de cuyos ojos justo en ese instante desaparecía todo resplandor.
        - Nunca digas eso - ordenó con voz herida, - nunca vuelvas a decirlo. Es como si no supieras cuánto te queremos en esta casa, todos, tus sobrinos, tu hermano y yo; porque te quiero como a cualquiera de mis hijos, y al igual que a ellos, a mí también me contagia la alegría que trae tu presencia. Sobra decirte que las puertas de esta casa siempre están y estarán abiertas para ti.
        - Lo sé, lo siento, de veras lo siento, Isabelita.
        Rafael la estrechó con tierna fuerza entre sus brazos como para acentuar no sólo que lamentaba haberlo dicho, sino que además era consciente de que nunca antes había recibido tanto amor como en ese hogar, donde había sido acogido por su hermano. Cuando disolvieron el abrazo, ella se quedó mirándolo y le dijo bromeando:
         - Con ese sombrero de paja y ese bolso de cuero desteñido pareces un gitano, un gitano primoroso.
         - No, más bien un espantapájaros.

    Salió de la casa y cuando quiso cerrar la puerta a sus espaldas no pudo ...

 

©2020 Gerardo Corredor
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