Islas flotantes

 Islas flotantes


‘La gente sensata no se sabe divertir’
De: Kroeglopen
Simon Carmiggelt



         Melchor Colmenares realizó probablemente un acto de la mayor nobleza posible, y si bien no fue el único, sí fue el primero, que lo lamentó. ¿Que por qué? Pues porque no es, como se suele decir, ni como tú aún lo crees, que quien bien obra bien cosecha. Y a mi modo de ver, tampoco es necesario ni conveniente que lo sea. Eso también debió pensar Melchor poco antes de sucumbir bajo las notas del bolero con el que su hermano y su flamante esposa bailaban en su fiesta de matrimonio. Escúchame y te diré por qué.

         Imagínate cómo serían el mundo y la vida si funcionaran con esa lógica. En primer lugar, la bondad no tendría ningún mérito, pues sería invariablemente recompensada, reportaría sin excepción ventajas, y obraríamos bien, no en beneficio de quien lo necesita, sino en el nuestro propio. Además, en esencia la generosidad se haría superflua, pues nadie necesitaría nada de nadie, y no seríamos más que generosos con nosotros mismos. En tercer lugar, la vida sería el mejor negocio del mundo, pues nuestras obras reportarían no dinero, ni riquezas, ni poder, sino nada menos que felicidad, que es lo que todos perseguimos con diferentes grados de desesperación. Esa es justamente la trampa que nos ponen a diario, y en la que caemos, también a diario, las empresas, la publicidad, la gran mayoría de las películas y algunas, en realidad muchas, cosas más. La vida no sería la infausta lotería que es, sino la empresa ideal, de la que se descartarían los riesgos, los reveses y las pérdidas. Desde luego que ocasionalmente obtenemos esa recompensa, pero eso es tan incierto como decir que la vida siempre le pasa factura a quien obra mal. La verdad es que la vida nos pasa factura a todos, a quien le da la real gana, a quienes obramos bien y a quienes obramos mal, porque todos hacemos ambas cosas, obramos bien y mal. Nadie obra siempre bien y nadie lo hace siempre mal; nadie es irremediable y completamente malo, pero nadie es siempre bueno, lo cual equivaldría a la perfección. Mi padre solía decir que a quien madruga Dios lo ayuda y que nadie ganaba dinero en la cama. Pero nosotros, es decir mis hermanos y yo – mis hermanas eran aún demasiado jóvenes y demasiado ingenuas – reíamos bajo las cobijas, pues, sin pronunciarlo, sabíamos lo que pensábamos: ¡las putas sí! Como muchas de esas expresiones de este tipo, también ésta, quiero decir la de mi padre, es igualmente falsa e ilusa, y nos las hemos inventado tan sólo para consolarnos; sí, no son otra cosa que consuelo de tontos.

         Te voy a dar el ejemplo de un hombre que hizo algo que no sólo yo, sino muchos, en realidad todos los que lo conocieron, consideraron una obra buena, inmejorable, y sin embargo le fue, como dicen por ahí, como el culo, como a los perros en misa. Te hablo de ese Melchor Colmenares que ya mencioné antes. Era el hombre más rico de nuestro pueblo; propietario de tres empresas que abastecían a otras firmas y a particulares de productos lácteos la una, de electrodomésticos la segunda y de licores la última. Era el mayor de cuatro hermanos, a quienes su padre, don Martín Colmenares, había mandado bautizar, quién sabe por qué oscura razón, con los nombres de los tres reyes magos, Melchor, Gaspar y Baltazar. Puesto que para el cuarto le faltó un rey, el viejo le dio el nombre de Lázaro, como si no hubiera otra fuente que la evangélica para hallar inspiración. El muchacho siempre lamentó su suerte y detestó su nombre porque, según sus propias palabras, le olía a cadáver ambulante. Pero nosotros solíamos bromearle asegurándole que su estrella habría podido ser peor, pues don Martín hubiera podido llamarlo Marta o María Magdalena, o Judas, en el mejor de los casos.

         Los Colmenares eran de origen muy humilde y sumamente pobres, pero aprovecharon la oportunidad que les brindó un amigo muy generoso, un hombre que pese a que nunca aprendió a leer ni a escribir, tuvo éxito en todos los negocios que emprendió. Dicen que él reconocía los billetes no por su denominación sino por la ilustración que llevaban, que solía ser de próceres, científicos, hombres sabios, etcétera, y las monedas por su peso. Aún recuerdo su nombre, pero lo llamaré aquí Silvio, porque aunque ya no vive, sus herederos, gente avara, sí, y no quiero darles motivo para que me armen un lío o me demanden, o a cualquier otro, bajo cualquier pretexto. Hoy día las cosas no son como cuando un analfabeta podía enriquecerse haciendo negocios. Y ahora que lo pienso, posiblemente ese hombre vivió en una época en la que, efectivamente, quien obraba bien cosechaba bien. Lo digo porque donde este caballero establecía un negocio, prosperaba. Pero eso no le bastaba. Cuando el negocio estaba bien establecido y gozaba de buena fama, lo regalaba; sí, parece increíble, inverosímil, pero eso era lo que hacía, lo obsequiaba. ¿A quién? Pues a quien lo necesitara, o a quien lo mereciera, no lo sé. En todo caso, le obsequió uno de esos negocios, una tienda de víveres, al mayor de los tres hermanos Colmenares, al tal Melchor, a quien, no sé si te lo dije antes, conocí personalmente, aunque no puedo decir que fuéramos amigos, pues nos separaban muchos años de edad y él, desde luego, tenía intereses muy diferentes a los míos. En cambio, sí fui amigo de su hermano menor, Lázaro.

    El caso es que el tal Melchor no sólo heredó el negocio del analfabeta, sino posiblemente también su generosidad, y en vez de ....
 
 
 
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