Harapos nuevos

 Harapos nuevos
(Un supuesto relato erótico)


Para Nirko:

La humildad te hizo libre.
Quien te creó
quiso compartirte con nosotros.



    El destino, y no nosotros, es en definitiva el narrador de nuestras vidas. En consecuencia, todo lo que narro en las siguientes páginas ocurrió en realidad, pero eso no necesariamente significa que sea verdad. Porque de haber dependido exclusivamente de mí, es decir, si mi vida hubiera transcurrido exactamente como desde el mismo comienzo yo me lo había propuesto, entonces éste no sería un vulgar relato erótico, tal vez incluso pornográfico, sino una increíble y hermosa historia de amor. Aún lamento más que nadie, sí, incluso más que ella, que las cosas fueron tan diferentes. Pero cuando, seis años atrás, de la noche a la mañana, empecé a detectar las primeras señales de enamoramiento en Laetitia, mi vecina de enfrente, llegué en ese mismo instante a la conclusión de que mi vida había tomado un rumbo, a mi parecer, justo y definitivo.
    No se podría decir que se trataba de amor a primera vista, pues eso nunca me ha ocurrido, y tampoco era el caso entonces con Laetitia Vaandrager, tal como rezaba su nombre completo. Y tal vez sería más sensato de mi parte si no mencionara su apellido –  poco común pero muy agradable al oído, sigo creyendo, pues posee una cierta distinción – ya que lo que me propongo a relatar en estas páginas será publicado, total o parcialmente, en una página web en la que te pagan por escribir historias eróticas. Por otra parte, las posibilidades de que ella tenga la oportunidad de leerlas es despreciable, puesto que se trata de un sitio que no se publica en su idioma materno, el holandés.
    No, en definitiva no se trataba de amor a primera vista, pues en tal caso yo habría concebido amor por ella inmediatamente aquella primera vez que la vi desde el balcón de mi apartamento, donde, tendido en mi hamaca, estaba consumiendo mi desayuno. Las cortinas de su apartamento se abrieron intempestivamente y ahí estaba ella, prácticamente desnuda, es decir, no vestía más que una minúscula camiseta que dejaba desnudos la parte inferior de sus senos y todo su vientre, y unos calzones rojísimos con borde de encaje. Se preguntarán acaso cómo pude yo desde mi balcón ver con tanta precisión que se trataba de bordes de encaje. Es que nuestra calle se encuentra en el centro de la ciudad, es decir, en el sector histórico, cuyas vías tienen al menos setecientos años de edad y son muy estrechas - por tanto sólo aptas para tráfico en un sentido – , y los frentes de sus casas se encuentran muy cercanos los unos de los otros.
    Sí, ocurrió hace seis años, pero aún lo recuerdo con exactitud: vestía una camiseta blanca y unos calzones rojos con borde de encaje. A este respecto no me queda ninguna duda en absoluto. Además, y sobre este tema quiero ser muy, muy honesto, los calzones de mujer son mi fetiche y, por tanto, se pueden regocijar de mi incondicional interés. Nunca olvido uno, y tampoco el nombre, o al menos el rostro – en ocasiones ambos -, de su propietaria. Y sea como sea, un hombre ve un montón de calzones durante su vida.
    Supongo que, sin notarlo, en aquella ocasión mantuve mi mirada fija durante algunos momentos en esa prenda de vestir, porque sólo unos segundos más tarde noté que ella estaba bebiendo una taza de café mientras observaba nuestra calle. Hasta que nuestras miradas se encontraron. Mi primera intención fue, desde luego, desviar la mirada, o simular que no la había visto, o que yo no estaba ahí, que no existía; pero no pude, no pude apartar mi mirada de la suya. Sobre todo cuando ella me sonrió y, con su mano libre, creo que era la derecha, me saludó. Me ruboricé, algo que ya a esa edad me ocurría con facilidad, pero me consolé con la idea de que a esa distancia probablemente ella no lo notaría, y le retorné la sonrisa. Durante un tiempo estuvimos observándonos con amabilidad, y mientras lo hacíamos, ella se inclinó a coger un cigarrillo y llevarlo a los labios. Me causaba en esos instantes una impresión tal de inusual calma y tranquilidad, que llegué a preguntarme si ella sería consciente de que estaba casi desnuda. Quizás debido a la timidez que la situación en sí me causaba, intenté de nuevo un saludo, pero en ese mismo instante ella se giró y se sentó, dándome la espalda, y tan sólo me era posible admirar su cabello castaño rojizo y lacio, que le llegaba hasta los hombros. Me volví a tirar en mi hamaca, y segundos más tarde comencé a evocar en pensamientos todo lo acontecido como si se tratara de una película. Ambos de pie más o menos frente a frente y en idéntica posición, es decir, ambos con una taza de café en la mano izquierda y un cigarrillo en la otra, como si ambos fuéramos el reflejo del otro en un espejo. Sentí que mi corazón palpitaba con más fuerza y rapidez, y además una apenas perceptible excitación cuando me pregunté, sin por lo demás poder dar respuesta, si sería una chica fácil.

    El resto del día no la volví a ver, pero el acontecimiento no me ....
 
 
©2020 Gerardo Corredor
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