El amor no es culpa de nadie
El amor no es culpa de nadie
Cuando me propuso matrimonio, tu papá tenía otras
dos novias. Todas éramos mucho más jóvenes que él, que ya tenía 45
años, pero de las tres, yo, que acababa de cumplir los 20, era la
menor. Muchos años más tarde, cuando, sin un motivo aparente, me lo
confesó, lo único que me interesaba saber era por qué me eligió a mí.
Me dijo que fue culpa de un poeta.
En aquel entonces él vivía en una hacienda que, sólo
Dios sabrá por qué, le dio por llamar La Siberia, donde naciste tú. A
mí me parecía un peladero sin gracia, pero para él tal vez su bendita
hacienda fue el único lugar donde se sintió verdaderamente feliz
mientras vivió; donde la felicidad no le costaba ningún esfuerzo; era
como si le saliera a su encuentro cada mañana, como si todos los días
sin falta lo estuviera esperando tras el primer árbol, en el fondo de
un barranco o en medio del cafetal, a la sombra de los platanales, en
la mirada triste de Azabache, su perro favorito; literalmente en
cualquier parte. Le bastaba con estar allí, y aunque era un hombre
sumamente culto, preparado, que se codeaba con gente muy importante y
había tenido algún éxito en la política y en empleos públicos, su
felicidad eran el campo, la naturaleza y los animales. Eran los seres
que le merecían el mayor respeto.
La finca era inmensa, tan extensa que para rodearla
se necesitaba recorrerla a caballo durante días, y nadie lo hacía solo,
nadie se atrevía porque el terreno no estaba exento de peligros. Sobre
todo en las zonas más altas y frías, donde no se podía cultivar nada,
había bosques antiquísimos en los que muchos árboles se habían caído de
viejos unos sobre otros y habían formado capas de troncos que se
elevaban metros por encima del suelo. Yo nunca me atreví a visitarlos,
aunque Rodrigo me decía que eran de una gran belleza. Si, por cualquier
razón, una persona extraviada o un animal que iba en busca de comida
caía entre los troncos no tenía salvación. Era imposible sacarlo de
ahí. Pedir auxilio no tenía sentido porque los árboles y la densa
vegetación absorberían sus gritos; además por la distancia nadie los
oiría, y terminaba muriéndose de hambre o frío, o se lo tragaba alguna
serpiente.
Pero en más de una ocasión sucedió que una res
desorientada desaparecía en esa trampa; si se lograba oír los mugidos,
tu padre, cuando no podía asumirlo personalmente, que era lo que por lo
general hacía porque lo consideraba su obligación, enviaba a un par de
los campesinos que trabajaba en la hacienda para que matara de un tiro
al pobre animal y le evitara la agonía. Esa era la única solución.
Además, se decía que en los bosques habitaban osos y lobos; nunca los
vi porque jamás se me ocurrió ir por allá, pero eso se decía. Lo de los
lobos resultó ser sólo un embuste, porque, decía tu papá, ésos no se
dan por acá, ni siquiera en nuestro continente.
La zona baja era más hospitalaria, con un clima
templado; allí el dueño anterior había mandado a levantar la casa
principal, y en los alrededores tu papá hizo construir las casas de
madera del personal. Cada trabajador, o partijero, como creo que se les
llamaba entonces, o en todo caso él lo hacía, tenía su casita, y casi
todos vivían con su familia. Frente a cada vivienda, o cuando no había
manera en todo caso muy cerca, había una huerta en la que solían
trabajar las mujeres, e incluso los niños cuando ya eran mayorcitos.
Su casa, es decir nuestra casa, porque allí fue
donde me llevó a vivir y donde naciste tú, era bastante grande, con
muros de adobe blancos por dentro y por fuera; y muchos cuartos, ya no
recuerdo cuántos, con puertas y ventanas de un color verde oscuro, y se
empleaban no sólo para vivir sino también para guardar existencias y
herramienta. Estaba por un corredor con baranda, donde uno se podía
sentar por las tardes a descansar o tenderse en la hamaca a recibir el
sol. Frente a la casa, el antiguo propietario había construido un patio
enorme que se utilizaba para secar los granos de café antes de
enviarlos a la tostadora. En los alrededores estaban los cafetales y
los platanales, pues el clima templado era muy favorable para
cultivarlo, y el café era lo que más se producía, más que fruta o
verduras. En las zonas algo más altas pastaban los caballos y el ganado.
Cuando me enteré de las otras dos novias ya estábamos ...
©2020 Gerardo Corredor
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