Don Quijote y la Bella Durmiente
Desde el momento en que el doctor Ernesto Hidalgo
empezó a mostrar las primeras señales de demencia, su esposa, doña
Sofía, decidió no perderlo un sólo instante de vista por temor a que,
en un instante de despreocupación o descuido, él saliera de la casa y
se extraviara para siempre. A medida que, por fuerza, se fue habituando
a esta nueva situación, doña Sofía se inventó y adoptó una ingeniosa
serie de medidas bien intencionadas, que consistía ante todo en
mentiras certeras y verdades imprecisas con las que lograba casi
siempre mantenerlo a su lado, sin que él se diera cuenta de la farsa.
Digo por fuerza porque si de ella hubiera dependido, habría dejado las
cosas como estaban y nunca habría alterado nada en los rituales de la
vida a la que, a sus avanzadas edades, ambos se habían habituado.
Frecuentemente interrumpía sus quehaceres diarios para buscarlo en los
dos pisos y las seis habitaciones de la casa cuando no lo veía; le
preguntaba cosas que no necesitaba ni quería saber para obtener de él
una respuesta cuando no lo oía, o le preparaba más café de la cuenta
para que se sentara en el pequeño patio, donde podía vigilarlo a través
de la ventana de la cocina mientras lo bañaban los tenues rayos de sol
que se filtraban por la marquesina.
De esa manera lograba acallar sus propios temores,
pues sabía en prácticamente todo momento y casi a ciencia cierta dónde
estaba él y qué estaba haciendo. Y a pesar de todas las precauciones,
él intentaba, por fortuna muy de cuando en cuando y solamente una vez
con éxito, sustraerse a esa vigilancia y ese espionaje, y se inventaba
pretextos para salir a la calle, bien fuera para comprar el diario que
horas antes ya había leído más de una vez, y entre tanto olvidado,
mientras desayunaba, y le proponía dejar la puerta entreabierta porque
no tardaría en regresar. Otras veces ofrecía salir a pagar alguno de
los servicios o a comprar cigarrillos. Y fue cuando recurrió a este
último subterfugio que ella se percató que lo hacía deliberadamente,
pues en su vida sólo una vez, y dizque para combatir el frío, había
fumado un cigarrillo que estuvo a punto de causarle un desmayo mientras
admiraba los cultivos de papa de su compadre Pelayo. Y aunque este
descubrimiento le causó tristeza, ya que comprendía que un hombre como
él, que toda su vida había sido responsable de otros, ahora se hallaba
no sólo encarcelado y extraviado en su propio laberinto de recuerdos
astillados, sino también a remota distancia de la libertad que siempre
había disfrutado, ella no cedía. Casualmente, le aseguraba, he traído
esta mañana La República cuando fui a la tienda de doña Juliana a hacer
los mandados del día. Entonces, ella también mentía, porque era uno de
sus sobrinos quien se encargaba de, camino a su colegio, comprarlo y
echarlo en el buzón. Era una trampa infalible y aunque cruel, a su
juicio, también inevitable porque qué otra cosa puedo hacer si él ha
perdido la capacidad de recordar cosas elementales, como la fecha en
que vivía, si había o no desayunado o se había lustrado los zapatos.
Con el corazón quemado y retostado por la pena, le
entregaba el primer diario que encontraba y él lo leía, porque se
contentaba con cualquier periódico, siempre que fuera conservador. A
veces, sin embargo, ella se equivocaba y le alcanzaba uno liberal, y
entonces él infaliblemente protestaba. Pero mira, le salía ella al paso
para calmarlo, hoy te traje dos, uno de cada partido, para que te
enteres no sólo de lo que ya sabes, sino también de lo que piensa el
enemigo. ¿Eso sí que no lo olvidas, no?, cuál es conservador y cuál es
liberal, le reprendía en broma. Desde luego que no lo olvidaba,
protestaba su esposo, al fin y al cabo, uno cree lo que cree, de otro
modo el mundo estaría aún más enredado de lo que está. Ernesto,
reaccionaba ella siempre alerta, ¿acaso no es uno de tus dogmas
justamente que no hay que ser dogmáticos? ¿Que es conveniente conocer
las ideas del enemigo porque pueden servirnos para reafirmar las
propias, pero también para someterlas a examen y, cuando necesario,
corregirlas? ¿Acaso te me estás volviendo liberal, Rosa? Liberal o
conservador, a tu edad, matizaba ella siempre con voz cariñosa, como
evitando ahondar las heridas, las de él y las de ella, a tu edad ya
deberías saber que las cosas nunca son como creemos, ni son lo que
parecen, y que las verdades son verdades sólo a su debido tiempo y
según nos convenga. Y mientras discurrían por ese barullo
cotidiano de verdades imprecisas, trampas y embustes, ella le preparaba y servía
un café y lo hacía sentar en el sol con sus diarios viejos y releídos.
Y desde la cocina, a través de la ventana o la puerta abierta de ....
©2020 Gerardo Corredor
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