Alemán
Alemán
Mi padre me enseñó las tres cosas más importantes
que, a su juicio, todo hombre debe saber en la vida. Las dos primeras
ya hace muchos años las olvidé. La tercera era que todo lo que hacen
los alemanes está bien hecho. Todo, absolutamente todo sin excepción.
Si lo ha hecho un alemán, solía decir y repetir, tenlo por seguro que
está bien hecho. Y si lo han hecho dos, pues aún mejor, le replicaba a
quien osara contradecirlo o pusiera en duda su juicio.
La consecuencia práctica de esta convicción era que siempre que en casa
se necesitaba adquirir un aparato, bien sea porque aún no lo poseíamos
y se necesitaba, bien sea para sustituir otro que se había estropeado,
sin reserva alguna mi padre hacía las averiguaciones pertinentes para
enterarse si existía uno de fabricación alemana. Y no cesaba sus
indagaciones hasta persuadirse completa y definitivamente. De hallarlo,
no escatimaba ningún esfuerzo para obtenerlo y lo adquiría al precio
que fuese necesario. De no hallarlo, procedía simultáneamente de dos
maneras: concluía que el aparato no existía, pero le proporcionaba a mi
madre el dinero necesario para que ella lo comprara. De tal manera,
muchos de los dispositivos que poblaban nuestra casa eran, como es de
suponer, de origen alemán. Nuestro primer receptor de televisión, por
ejemplo, era un Telefunken, como todos en esa época en blanco y negro,
desde luego, pero, como pocos, poseía una manija en la parte superior
para poder transportarlo. A decir verdad, no recuerdo que el receptor
haya abandonado alguna vez el cuarto que, en el segundo piso de la casa,
se había reservado para mirar programas de televisión. Ni siquiera la
mesa - esa sí de manufactura local y elaborada con madera que provenía
de la hacienda de mi progenitor - que se le asignó inmediatamente
después de su llegada. Y, estoy seguro que, si alguna vez se movió un
milímetro, fue para efectos de limpieza.
Pero el verdadero orgullo de mi padre era su cámara
fotográfica, una Voigtländer. Era un aparato sólido pero sumamente
elegante, cuyos objetivo y armadura plateados irradiaban, respiraban
calidad, auténtica y genuina calidad, si es que alguien entiende lo que
quiero decir con eso. El mesón de la cocina era nada más ni nada
menos que el trono sobre el cual destellaba casi con tanto brillo como
su nombre el niquelado de nuestra licuadora Ostereizer. Lo que ni mi
padre, ni mi madre, ni yo - y por tanto ninguno de mis hermanos porque
ninguno de ellos era tan listo como yo, eso lo puedo garantizar -
sabíamos entonces era que este artefacto no era de origen germano, sino
gringo. Cuando, décadas más tarde, me enteré de ello, mis padres ya
habían fallecido, y, al menos él se llevó a la tumba tanto su ilusión
como el engaño de que había sido víctima. Por mi parte, hasta hoy día
no he tenido el valor de revelarles la verdad a mis hermanos, para
evitarles una decepción.
De la muñeca izquierda de mi padre pendía un
Jughans, como su marca lo indica sin dejar lugar a dudas de envidiosos,
reloj de ascendencia genuinamente germana, que no sólo marcaba la hora,
como era de suponer, sino que también señalaba el día y la fecha en que
vivíamos. Y, como si todo eso no bastara, no sólo no fue comprado en
cualquier almacén criollo, sino importado directamente de Mannheim, a
través de la hermana menor de nuestra madre, quien, a pesar de no
simpatizar en absoluto con mi padre, se lo trajo, a petición de mi
madre, en uno de los múltiples viajes que hizo para pasar vacaciones
con los suyos y, de paso, darse un baño de superioridad ante sus otros
compatriotas criollos.
En consecuencia, prácticamente todos nuestros
aparatos, salvo la licuadora y el Studebaker Lark VII, habían visto por
primera vez la luz en Alemania y, puesto que ...
©2020 Gerardo Corredor
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