Al otro lado del más allá

 

Al otro lado del más allá




Y entonces ocurrió algo
que siempre podemos esperar:
ocurrió algo inesperado.

A. L. Snijders (De taal is een hond)


         No me gusta escribir sobre la policía ni sobre policías, y hasta la fecha nunca lo había hecho ni precisado hacerlo. Y si de mí hubiera dependido completamente, habría preferido mantener inalterada esta situación. Pero en este caso me fue imposible evitar que la citada entidad, más precisamente dos de sus sabuesos, se inmiscuyeran, así fuese en los postreros momentos, en los asuntos que me propongo narrar, y muy a pesar de que dicha intervención resultó ser de poca o nula utilidad, circunstancia que no me sorprende en absoluto. Y aunque a muchos esto les pueda parecer irreverente, se me ocurre que allí residen las razones por las cuales siempre he procurado permanecer alejado de tal entidad y sus agentes, tanto en la vida real como en las narraciones que elijo sobre acontecimientos que ocurren a mi alrededor o que de una u otra forma llegan a mi conocimiento y que considero materia útil o provechosa o simplemente divertida para ejercitarme en la narración.
         Y es que, a quien pueda interesarle, le aseguro que me limito exclusivamente a narrar lo que realmente sucede, nunca invento, ni se me ocurriría inventar, nada, pues lo considero como un ejercicio de innegable superfluidad. Y en el supuesto caso de que quisiera hacerlo, me resultaría imposible, porque si algo he demostrado a lo largo de mi vida, algo de lo que nadie que me conozca dudará, es que carezco de una grave, incurable y lamentable falta de imaginación, factor que, como será comprensible, limita mi radio de acción y me hace inepto como escritor. Los hechos a los que ahora acudo para ejercitar el arte de la narración me son cercanos y los presento aquí fielmente y sin más dilación, y tan sólo me permito la libertad de pedirles, rogarles, que a partir de ahora se olviden de mí, que hagan de cuenta que he dejado de existir o, por mi parte, que nunca he existido ni pronunciado las palabras anteriores.

         Anticipándose al casi inevitable ritual de preguntas, Ema les advirtió que ese año su esposo tampoco los acompañaría para celebrar la fiesta de Nochevieja, y les encareció que no insistieran y que lo dejaran en paz. El sabe lo que hace, sentenció. Tampoco lo pensábamos hacer –replicó Adolfo, su hermano. Bueno, pero aunque lo intentaran, tampoco va a cambiar de opinión, subrayó ella.
         - A veces cambia - contradijo uno de los sobrinos, un muchacho a quien tan sólo le faltaba algo menos de un año para alcanzar la mayoría de edad, y que respondía al nombre de Esteban, pero no pudo terminar lo que se proponía decir porque su padre le ordenó no entrometerse en asuntos de adultos.
         Mientras hablaban, los tres se dedicaban a colocar al pie de la escalera frente a la puerta de la casa los alimentos, bebidas y demás utensilios – sobre todo discos, muchos discos de música para bailar - que llevarían a la fiesta que se celebraría en casa de Adolfo. Con el paso de los años, la fiesta de Nochevieja se había convertido en una tradición familiar y cada año se celebraba en una casa diferente. Todos los participantes, salvo Ema y Adolfo, provenían de familias numerosas integradas por un promedio de seis o siete personas. Ellos, en cambio, sólo tenían una hermana, y eran huérfanos de padre y madre.
         Cuando la mayoría de los invitados se hacía presente en la fiesta, lo cual casi siempre era el caso, el número de participantes alcanzaba el centenar. Y sin embargo y muy a pesar de las promesas que anualmente se hacían, concluido el jolgorio siempre sobraban grandes cantidades de comida y bebida, y éstas se repartían entre todos los participantes para que llevaran de vuelta a casa. La medida, no obstante, no siempre bastaba para evitar el despilfarro, lo cual inevitablemente daba pie a una nueva reunión, el dos de enero, durante la cual, como solían llamarlo, se remataba la fiesta y se consumían los sobrantes. Todo ello, desde luego, no era más que una excusa tácitamente convenida por los familiares de ella, tanto sanguíneos como políticos, para proseguir la farra, pues todos eran gente que nunca se cansaba de celebrar fiestas y que no necesitaba de ninguna excusa o razón para el jolgorio.
         - Sí - admitió Ema –, pero eso fue hace ocho años, y desde entonces nadie ha logrado persuadirlo.
         - ¿Y si lo intento yo? - preguntó Esteban sin dirigirse a nadie en especial.
         - De ningún modo - dijo su padre con determinación, – igual te manda a comerte un cerro de eme.
         - No - objetó el joven –, él no es así conmigo, nunca haría eso conmigo.
         - De todos modos, ya te dije que no, esto es cosa de mayores. No hay que insistir. Homo sapiens non orinat in ventum -, concluyó.
         - ¿Qué? - emitió Esteban en un tono entre pregunta y sorpresa.
         - Que no hay que nadar contra la corriente -, intervino Ema.
         - Sí - comentó Adolfo –, esa puede ser, en nuestro español criollo, una interpretación de este latín macarrónico. Pero una un poco más correcta es que no es nada sensato mear contra el viento.


    - ¿Entonces no tiene que ver nada con maricas? -, insistió ...
   

©2020 Gerardo Corredor
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